jueves, 3 de mayo de 2018

Nuevas tecnologías, viejos planteamientos

Escribe Nelia Campos

Después de mi anterior artículo (ver aquí) y de los interesantes comentarios y reflexiones que ha suscitado, me parece que es momento de seguir debatiendo sobre lo que se puede hacer en el aula universitaria, sobre lo que vemos que funciona y lo que no. Porque seguramente todos los docentes, a los pocos años de experiencia, nos hemos dado cuenta de que hay cosas que no funcionan, y aun así, las seguimos haciendo.
Probablemente todo el mundo está de acuerdo en que es indispensable incorporar la tecnología a la enseñanza universitaria, pero esto puede convertirse un arma de doble filo puesto que se corre el riesgo de creer que, porque ya hemos introducido la tecnología, ya no se necesita cambiar nada más.
Imaginemos por ejemplo una clase de 1998, en la que los alumnos, sentados en sus pupitres, y con su papel y bolígrafo, copian –sin pensar– lo que el profesor escribe en la pizarra.
Vamos ahora a 2018: han pasado veinte años. Las nuevas tecnologías invaden las aulas y la clase se desarrolla en una bien equipada aula de informática, con un ordenador para cada alumno. Y ahora imaginemos que los alumnos, en sus teclados, copian –sin pensar– lo que el profesor teclea en su ordenador y proyecta por la pantalla. ¿Realmente ha cambiado algo?
La tecnología es necesaria… pero no suficiente. De poco sirven las nuevas tecnologías si se aplican sobre los viejos planteamientos.
Posiblemente, una diferencia fundamental está en quién “hace”. En la clase tradicional, quien “hace” es el profesor, mientras que en la clase del siglo XXI, ha de ser el alumno quien “hace”. Haciendo se aprende; es más, el ser humano apenas es capaz de aprender ninguna cosa de otra manera. ¿Cómo se aprende, por ejemplo, a reparar automóviles? Reparando automóviles. Con la guía de alguien que sepa, pero haciéndolo.
En el modelo tradicional, el alumno sí realiza trabajos prácticos (problemas, ejercicios, casos…) pero esta labor se efectúa sobre todo fuera del aula, en el tiempo de “estudio individual” del alumno, ya que el tiempo en el aula se utiliza para adquirir la información. De este modo, el estudiante carece de la valiosa guía del profesor mientras resuelve sus ejercicios o cuestiones, debiendo enfrentarse a ellas solo.
El potencial de las nuevas tecnologías (campus virtuales, etc) puede aprovecharse para facilitar la transmisión de la información hacia el estudiante, de un modo que permita liberar el tiempo de clase y poder dedicarlo al aprendizaje activo. Con ello se puede poner el énfasis en aprender a aplicar el conocimiento, y no simplemente en adquirirlo.
En este contexto, parece que las opiniones oscilan entre quienes abogan por desterrar la clase magistral, por conservarla o, –más equilibradamente– por mantenerla parcialmente, pero concediéndole un papel bastante más secundario que el tradicional. Sin embargo, quienes intentan buscar alternativas suelen tener que enfrentarse a no pocas dificultades. Una de ellas es que la mayoría del profesorado hemos recibido, en nuestra época de estudiantes, una docencia basada en clases magistrales. Por eso ahora ­–incluso con tecnología– tendemos, salvo importante esfuerzo en contra, a reproducir el mismo modelo. A veces, ni siquiera somos conscientes de otras posibilidades para al menos poder tomarlas en consideración. Y otro obstáculo similar es el que afecta al alumnado: seguramente el aprendizaje pasivo ha conformado la mayor parte de su vida escolar, y es por ello que les cuesta mucho involucrarse de forma activa en su propio aprendizaje.
Así pues, el cambio lleva tiempo y esfuerzo. Para hacer algo nuevo se requiere que tanto el docente como el estudiante estén preparados, y desde luego el sistema no prepara a ninguno de los dos.
A veces es cuestión incluso de la disposición física del aula. Probablemente, para muchos estudiantes, el solo hecho de ver a un profesor “en la tarima” invita automáticamente a la pasividad. Por el contrario, cuando los alumnos ven a un profesor como apoyo a su lado, revisando lo que ellos hacen, aconsejando, ayudando…, ello suele estimular actitudes de participación y trabajo. Es más, puede que estas actitudes persistan incluso cuando el alumno estudia fuera del aula.
Para ello puede imaginarse una gran variedad de modalidades de trabajo en el aula: individualmente o en grupo, con material de consulta, con ordenadores, con internet, o simplemente con papel y lápiz (ver aquí). Lo que se buscaría con estas dinámicas es que el docente no haya de estar esperando a que el alumno se anime a responder o intervenir –cosa que no viene a menudo por sí sola– sino que el estudiante se encuentre involucrado desde el primer momento. El alumno que participa abandona la actitud pasiva y pone en funcionamiento sus habilidades cognitivas, esas que de otro modo quedan escondidas en un segundo plano.
Esto, por supuesto, requiere una importante labor previa de preparación de las clases. El profesorado ha de proporcionar un material didáctico adecuado que guíe al alumnado, y en el aula proponer cuestiones o problemas, no cualesquiera, sino cuidadosamente elegidos y escalonados para que vayan conduciendo al alumno a sacar sus propias conclusiones. Estas conclusiones podrán coincidir (¿o quizá no?) con los postulados teóricos que la clase tradicional hubiera establecido a priori.
Claro que todo tiene sus pros y sus contras. Si permitimos que el estudiante descubra o reinvente lo que ya está hecho, el tiempo de clase se empleará de otra manera, con lo cual podríamos tener la sensación de que no somos capaces de impartir todos los contenidos. Pero ¿podemos dar en un curso todos los conocimientos de nuestra materia? Y si de todos modos vamos a tener que seleccionar contenidos, ¿no es mejor dedicar más tiempo a aprender a pensar, para que los propios alumnos sean capaces de extraer el conocimiento de las distintas fuentes de información que encontrarán en el futuro?
Esta era, entre otras cosas, la intención del Espacio Europeo de Educación Superior: centrar las clases universitarias en el aprendizaje activo. Pero la reforma de Bolonia ha terminado ahogándose en un mar de burocracia, y las intenciones iniciales se han diluido en las aguas (ver aquí y aquí).
A fin de cuentas, la educación –también la superior– no es lo que está escrito en las leyes, sino lo que ocurre en el aula, y la clase la da el profesor, no el BOE. Así que esto sigue estando, en su mayor parte, en manos de la pura voluntad de los docentes, que sin recibir apenas apoyo ni formación adecuada, han de buscar su camino prácticamente a tientas.
Pero es cada vez más necesario exigir ­–y apoyar con recursos– ese esfuerzo, tanto del alumnado como del profesorado. Es hora de que, quien esté haciendo una carrera universitaria, tenga que poner en marcha sus neuronas todos los días, desarrollando y aplicando el pensamiento creativo y crítico. Con o sin tecnología.
Tomado del Blog Studia XXI con permiso de sus editores

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